«Como ha quedado bien documentado, fumé marihuana de joven y yo lo veo como un mal hábito y un vicio no muy diferente a los cigarrillos que he fumado durante mi juventud y en gran parte de mi vida adulta. No creo que sea más peligroso que el alcohol», se destapaba Barack Obama el mes pasado en una entrevista para el semanario New Yorker. Y si Barack Obama, líder del mundo libre, dice que fumar marihuana no es muy distinto a fumar tabaco e incluso menos perjudicial que beber alcohol, por algo debe ser. Nada que no supieran la legendaria banda rockera Los Porretas, cuando en su tema Marihuana espetaban aquel “tú que la criticas y le pegas al orujo”.
La marihuana acompaña al ser humano, dueño de una curiosidad natural e insaciable hacia los psicotrópicos, desde los inicios de su historia. El cáñamo, el cannabis y la marihuana aparecen ya en escritos chinos datados nada menos que en el siglo XXVIII antes de Cristo y asociados al reinado de Shen Nung o Shennong, una figura a caballo entre la historia y la leyenda y considerado por la tradición del país oriental como el introductor de la agricultura. También en Asia, concretamente en el subcontinente indio, aparece el uso de la marihuana en diversas ceremonias religiosas desde el segundo milenio antes de Cristo, amparada por sus propiedades para expandir los horizontes de la mente, robustecer la salud y actuar como vigorizante sexual, aparte por supuesto de su empleo como alucinógeno ligero.
Como lo bueno no tarda en conocerse, a partir del 500 antes de Cristo comienzan a florecer los primeros porreros del Medio Oriente. Hay quien dice que incluso en el Antiguo Testamento hay unas cuantas referencias al cáñamo –además de una buena cantidad de ilusiones visuales y auditivas que bien podrían compararse con los efectos de un colocón en condiciones-. Quizás el Árbol de la Ciencia plantado en medio del Edén no daba precisamente manzanas. Poco más tarde, durante la Grecia Clásica, aparece la primera descripción de un submarino –fumar canutos de marihuana de forma incesante dentro de un espacio pequeño y cerrado, para crear una densa atmósfera de humo-. El honor de tal invento recae sobre los escitas, pueblo nómada de las estepas de Europa del Este, quienes disponían de una cabaña en la que, sobre unas piedras ardientes, depositaban resina de cáñamo (hachís, vamos) y permanecían horas inhalándolo. Otra modalidad de la sauna. Es posible que lo combinaran con una especie de vino cuyos ingredientes incluían esta misma resina. En la Antigua Roma pasó a ser un producto cotizado, ya que se importaba de Egipto. Todavía su uso era recreativo y asociado a prácticas mágicas. En medicina, su aplicación no pasó de ofrecer un remedio casero para la otitis.
Tal era la fama de su cultivo en tierras norteafricanas que en el siglo XIV, ya con la región sometida bajo el Imperio islámico, algunos historiadores coetáneos achacaron su consumo a la decadencia de la sociedad egipcia. Sin embargo, algunos reductos religiosos y sacerdotes vinculados a cultos arcaicos prosiguieron reservándola en su botiquín como herramienta para la meditación. Nada como una correcta dosis de marihuana para ir con la actitud adecuada a consultarle a la almohada sobre lo divino y lo humano. Los dioses así lo prescriben.
Con el descubrimiento de América, la marihuana descubre nuevos territorios por conquistar. Bajo la excusa de que el cannabis es ideal para fabricar cuerdas, los colonos españoles e ingleses poblaron de marihuana los campos de Chile y Virginia. El mismísimo George Washington dispondría de unos cuantos armarios de cultivo en los que separaba plantas macho de plantas hembra, según confesaba, para fines medicinales. No consta en cambio que el bueno de George padeciera glaucoma o náuseas matutinas. No obstante, esta tradición médica del cannabis será moneda común en la farmacopea de los Estados Unidos hasta su restricción en 1942 -claro que también la cocaína era un recurso habitual de la medicina y la psicología y, además, componía uno de los principales ingredientes de la Coca-Cola, como su propio nombre indica-.