El Carnaval no solo es una fiesta de disfraces. El Carnaval es revolución. Aunque su existencia se remonta a tiempos de los sumerios y los egipcios –a ver quién es el guapo que rechaza cogerse una borrachera y echarse unas risas viendo cómo tú y tus colegotas armáis jaleo travestidos de meretrices amorreas-, en el origen del carnaval, tal y como lo conocemos, se encuentra la congoja que le producía al hombre medieval la gris expectativa de pasarse los cuarenta días de la cuaresma sin tocar la carne bajo pena de pecado mortal, en conmemoración de las penalidades sufridas por el Señor en su travesía por el desierto. El ansia de tener el jamón colgado en la cocina y solo poder babear ante él, ya se sabe.
El asunto es que, en vista de la ira reconcentrada que solían acumular los desafortunados penitentes, se decidió instituir una última gran parranda en la que se pudiera dar rienda suelta a todos los bajos instintos. Por entendernos, es el equivalente a fumar tres cartones de Celtas el día antes de dejar el tabaco. A pegarte el atracón de pepitos de crema mientras rellenas el formulario de inscripción del gimnasio. A llamar a todas tus exparejas en busca de un último revolcón por compasión a una semana de entrar en la cárcel a causa de levantar aquella estafa piramidal que tanta prosperidad te prometía.
De este modo, la fiesta de carnaval otorgaba un día carta blanca respetada por las autoridades y en el que la permisividad era casi absoluta. Ocultos tras sus disfraces, los ciudadanos podían revertir el orden social, proclamarse reyes, hacer burlas acerca del poder establecido que nunca se atreverían a hacer en otras circunstancias, dar rienda suelta a sus apetitos más libidinosos… El día del caos antes del puritanismo estricto y mustio de la cuaresma.
Quién diría que, en la actualidad, todo este ilustre pasado queda reducido a una triste coartada para que tu vecino del 5º B dé salida a su amplia galería de disfraces de mujer y trate de seducirte cuando vuelves del colmado de la esquina de comprar el pan. Porque el Carnaval, como ocurre con todo en esta vida, tiene sus cosas buenas y sus cosas malas.
Por supuesto, el Carnaval ofrece la posibilidad de meterte en la piel y emular alguno de tus héroes de la infancia al menos una vez en la vida. Enfundado en la camiseta de imitación del Fútbol Club Barcelona, con el número 8 y el nombre rotulado de Hristo Stoichkov a la espalda –¿dónde se comprarían entonces las camisetas de imitación, dado que no podían encargarse por Internet al eficiente y servicial mercado negro tailandés?-, uno tenía de pequeño la oportunidad de llegar a clase con malas pulgas, gritar cuatro improperios con fingido acento búlgaro, pisar descaradamente el pie de la seño mientras te señalaba el camino para abandonar el aula y escupir en la cara del director en su propio despacho.
De prepúber, uno podía quedar con otros cuatro compinches –preferentemente más feos que tú-, alisarse el pelo hacia los lados, meterse los vaqueros ceñidos con ayuda de un poco de vaselina y ensayar las coreografías de los Backstreet Boys para perpetrarlas delante del muro del patio donde se sentaban las chicas a confabular contra el género masculino. En su día tuvo su aquel –obviamente no aludimos al éxito romántico de la estratagema-, pero ahora conviene encontrar los respectivos documentos gráficos que recojan momento y donarlos gentilmente a una buena hoguera.
Ya con barba y pelo en pecho, testosterona a tope y ánimo pendenciero, nada mejor que robar la camiseta de tirantes de tu viejo, pintarse un par de heridas de sangre con el kétchup de la nevera, colgar un cigarrillo de la comisura de los labios y salir partiendo la pana en plan Bruce Willis para buscar pelea. Hasta que te dabas cuenta de que en pleno invierno meseteño, marcar pezones como timbres de castillo a través de la ropa y toser como un perro abandonado desluce mucho la virilidad de una persona.
Y hasta ahí la parte buena, porque no todo va a ser jolgorio y alegría. No señor. El carnaval, estando en el momento equivocado, en el lugar equivocado, es capaz de transformarse en una especie de avalancha de despedidas de solteras. Grupos ingentes de muchachas desinhibidas y desatadas que, amparadas en sus atavíos grupales y en los efectos del malibú con piña, no dudarán en acorralar al primer desprevenido que se cruce en su camino, convertirle en el centro de sus correrías nocturnas y terminar la noche barnizado con borrajatos de pintalabios por todo el cuerpo, una peluca fucsia, descamisado y con una hiriente sensación de bochorno en el centro mismo del orgullo masculino.
Caso aparte es el de asistir a uno de los espectáculos más vergonzosos del reino animal: los combates entre macarras disfrazados. Cuando el lobo de caperucita, con pelo cortado a lo cenicero y aros metálicos en las orejas, invade el territorio natural del payaso de Micolor con tatuajes carcelarios y botas de punta de acero, es mejor echarse a un lado y no interrumpir el ciclo de la vida. Lo más recomendable es ubicarse en un lugar elevado, con buena visibilidad pero alejado de posibles impactos de casquillos de cerveza, activar la cámara de vídeo del teléfono móvil y observar con atención y sobrecogimiento esta atroz aunque elaborada coreografía, a mitad de camino entre la amenaza y el cortejo. Deléitese entonces con el choque de frentes, el lanzado de esputos con imprecaciones, el “chsst ¡eh! si tú a mí… ¡eh! que te ¡eh!” mientras cada contrincante es sujetado por la manada como paso previo para el enzarzamiento final entre molinillos de puñetazos al aire y patadas tobilleras, más ostentoso que dañino.
No obstante, la pesadilla de las pesadillas, la madre del cordero, el Armagedón definitivo, pasa por una experiencia todavía más escalofriante, responsable de múltiples casos de demencia precoz y autolesiones esquizofrénicas, del fracaso de la representación española en Eurovisión, de los datos del paro, del deshielo de los polos y de la muerte de gatitos inocentes. Volver de tomar cañas a media tarde, entrar en casa para preparar tu atuendo de todos los años –el disfraz de El Zorro, por supuesto- y cruzarte con tu padre vestido de fallera mayor, enaguas al viento, carmín rojo asomando entre la barba, peinado de Dama de Elche, pendientes de plástico y toquilla a juego. Ahí es cuando, una vez repuesto de la sesión de lloros compulsivos bajo del grifo de la ducha, te cagas en los muertos de quien inventó el Carnaval.