No nos vale con desempolvar el cárdigan estampado del que nuestro abuelo se avergonzaba en sus años mozos. No tenemos suficiente con que nos duela la nariz por llevar gafas de pasta de tres kilos la unidad. No nos conformamos con colonizar tres cuartas partes del salón y la mitad del recibidor almacenando descomunales vinilos firmados por desconocidos grupos ‘mod’ del ‘Swinging London’. Criar una barba decimonónica que nos alcance hasta mitad del pecho no nos basta. Nuestra nostalgia de unos tiempos que nunca vivimos pero que añoramos como si fueran nuestros viaja decidida hasta el infinito y más allá.
Es lo que se denomina el complejo de la edad de oro, vamos. El culto por lo antiguo como nivel superior y desafortunadamente perdido de la existencia. Recordar lo bien que debía de vivirse durante los años felices del Renacimiento, pero olvidar que, por aquel entonces, a quienes soñaban con algo parecido al wi-fi los condenaban a arder en la hoguera. Suspirar por las orgías romanas nunca gozadas sin tener en cuenta que lo más probable es que la existencia cotidiana de uno se redujera a limpiar las letrinas públicas en el mísero barrio de la Suburra.
Pero no exageremos, de momento esta edad de oro que impone la moda hipster y el postureo de manual se ciñe a retrotraerse en cuestión de estética y de estilo de vida a unos tiempos inconcretos de luz, color y extravagancia situados alrededor de las décadas de los sesenta y los setenta. Una época, consideran, en la que la conjunción astrológica entre el ecologismo hippie y la tradición de huerto y terruño ibérica fructifica en la verdadera panacea contra la precariedad, el hambre y las nubes de smog que asolan las grandes ciudades a lo largo y ancho de la piel de toro: el huerto ecológico de la comunidad de vecinos.
El huerto ecológico de la comunidad de vecinos permite disfrutar de manera sencilla, natural y colectiva de placeres tan reconfortantes como plantar coliflores a la vuelta de la nueva jornada laboral de 10 horas más y 500 euros menos, reparar los toldos cobertores del sembrado los domingos en los que el día amanece con vientos y lluvias dignos de un tifón tropical, o disfrutar de amigables disputas con palos y piedras sobre si los pepinos de la maceta grande le corresponden a un servidor o a la pareja de recién llegados del 4º B, escalera derecha.
Y es que no hay nada como paladear un buen tallo de correosa lechuga cargado de compost orgánico y colonias microbianas aún desconocidas para la ciencia para reencontrarse con los sabores perdidos de antaño, recuperados en el presente por ese auténtico DeLorean pintado en verde que es la agricultura ecológica. Cómo renunciar al dolorcillo riñonero que proporciona cargar a cara de perro con terraza y media de macetas jardineras porque todos tus compañeros hortelanos tenían una cita inexcusable con el callista, el traumatólogo, el mecánico, el lutier de confianza o el asesor fiscal de la familia. En qué cabeza cabe no apreciar las bondades de ese saco de diez kilos de abono orgánico que ha llenado de moscas y mosquitos la azotea comunal del edificio. Cómo no deleitarse con las agradables visitas secretas al huerto que ofrecen aquellos jóvenes y risueños estudiantes universitarios del 5º A para observar el crecimiento y podar las flores esa extraña planta de tallos peludos y racimos de cinco hojas dentadas y alargadas que crece en una apartada esquina del huerto, justo debajo de unos enormes focos de preciosa iluminación fluorescente.
Signo de una época de egoísmo y apatía, la solidaridad vecinal ya no es lo que era. Prueben a organizar una derrama para reparar aquel trozo de tejado que se desprendió cuando Mariano Rajoy aún calzaba pantalón corto. Porque desde luego no hace falta ser Sandro Rey o ejercer de magistrado en la Audiencia Nacional para ser capaces de formular la primera y más elemental ley del huerto: quien lo construye carga con el muerto.