Productos viejunos

Para cualquier niño nacido a mediados de la década de los ochenta, la vuelta al cole tras de las vacaciones de Navidad marcaba un antes y un después en el devenir del curso. Los regalos traídos de Oriente por los Reyes Magos –de Oriente Oriente, no del chino de la esquina, que aún no había de eso-, tenían el poder de tirar por tierra, poner patas arriba y dar la vuelta el estatus social vigente hasta entonces en el aula.

Si uno llegaba justo de hora a la entrada de la primera clase del año, podía encontrarse a un montón de niños arremolinados entorno a una mesa, aún con el anorak, el pasamontañas –al menos en mi ciudad no estaba mal visto ni se asociaba al terrorismo urbano- y los guantes todavía puestos. Ya podías ir con tus dinosaurios de plástico nuevos o hablar de ciertos microscopios que había aparecido junto al Belén familiar, que ante ti tenías al indiscutible ganador del año. Apartando compañeros a codazos, aprovechándote de la menor corpulencia de los más bajitos, llegabas exhausto hasta el borde del pupitre y te encontrabas a Miguelito, repeinado y oliendo a Nenuco el muy bastardo, practicando sumas, restas, multiplicaciones y, ojo con esto, incluso divisiones en el reloj que le había traído Melchor hace un par de días. Las calculadoras HP, prohibidas por la maestra al considerarse como dopaje en la resolución de deberes, veían surgir un formidable competidor.

No obstante, Miguelito se las prometió muy felices hasta que Raúl, callado pero sonriente al fondo, esperó hasta la sesión de cine navideño -pasado de fechas pero perfectamente ajustado a las pocas ganas de dar clase de la profe de inglés-, para a mostrar al mundo los asombrosos poderes de su propio reloj. En un momento dado, una especie de elfo que salía en la película empezó a hablar demasiado fuerte. Cuando la ‘seño’ corrió a sintonizar manualmente el volumen a una magnitud aceptable, la televisión cambió misteriosamente de canal ante las risas de todos. La ‘seño’ retrocedió un par de pasos para preguntarse por qué Manuel Torreiglesias se había colado en una cinta sobre el taller polar de Papa Noel. Ante su sorpresa, el canal volvió a moverse de número un par de veces para, al final, apagarse entre abucheos y jolgorio.

Reloj con mando a distancia 1 – 0 Reloj con calculadora. 

Un dibujo a un trozo de metal pegado

Si bien a día de hoy es un campo restringido a la dictadura del hipsterismo, que gracias a ellos pueden mostrar como bandera sus más reverenciadas filiaciones musicales y ciertos mensajes crípticos e irónicos, chapas y llaveros constituían hace un par de décadas uno de los principales recursos para las estrategias publicitarias. Fuesen la que fuesen. Desde el Domund a la campaña de la biblioteca del barrio, desde el “Di NO a las drogas” a las marcas de bebidas espirituosas. Se adoraban, se coleccionaban, se prendía con orgullo de la parca los domingos. 

 

 Los padres primerizos lucían sus llaves de casa pendiendo de llaveros personalizados con la foto de sus amados retoños, los cuales no dudaban mostrar a familiares, vecinos, conocidos o cajeras de supermercado. Aunque en realidad tan solo se tratase de un trozo de plástico con un papel arrugado en su interior en el que aparecía la cara difusa y extraña de un ser que, como los Gremlins, cambiaba de forma y color al entrar en contacto con el agua. Los fabricantes nunca pudieron obtener el modelo definitivo que estuviese por completo protegido contra las infiltraciones del pernicioso líquido.

El que come con navaja, come más que trabaja

Hay quien dice que con un buen cargamento de navajas de Albacete, los Estados Unidos no hubieran perdido la guerra de Vietnam contra los malditos ‘charlies’. Y ríase usted de la popular navaja suiza (¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!), que no ha existido instrumento más apropiado para la supervivencia en entornos hostiles que esta fina hoja de acero engastada en marfil, metal o madera con todo el cariño manchego de sus elaboradores. Lo cierto es que estas navajas artesanales habían exportado la ‘marca España’ allende los mares antes incluso de que existiera tal ‘marca España’. Existente en la península desde la Segunda Edad del Hierro, la navaja, el cuchillo plegable, será un instrumento de uso generalizado desde finales del siglo XVI y principios del siglo XVII. Su función: tenerla oculta bajo la ropa y sacarla de improviso para hacer trizas a todo aquel que se cruzase de noche en un callejón oscuro con aviesas intenciones. Eran otros tiempos. En la actualidad, los robos y atracos se realizan a distancia, desde el cajero automático y la cuenta corriente. El siglo XVIII es la centuria de esplendor de la navaja albaceteña, cuando la localidad se convierte en un centro de referencia mundial en lo que a cuchillería se refiere. Es el arma española por excelencia, la que sirve para cortar el pan y las rodajas de chorizo en el bocadillo del mediodía como para desafiar a aquel vecino de terruño por un quítame allá esas pajas. Cualquiera que haya visto Curro Jiménez sabe lo que es un buen duelo a navaja, nada que ver con el frío y antisocial disparo a veinte pasos de distancia de otros países. Hasta Frank Sinatra probaba las bondades de la lucha a arma blanca en aquella Orgullo y pasión en la que disputaba a Cary Grant los amores de la potentorra Sofía Loren. Tal es la fama de la navaja de Albacete, que solo Andrés Iniesta, tres siglos más tarde, logrará devolver a dicha provincia a lo más alto del panorama internacional. Justo en los tiempos en los que el made in China amenaza con conquistar el indomable lugar de la Mancha de cuyo nombre queremos acordarnos.

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