La vida del estudiante, ¿tan buena como dicen?

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¡Ah… La vida del estudiante! Qué bonita mezcla de alegría, ilusión, arrogancia y esa segura y firme sensación de poder comerte el mundo a cada paso. ¿Qué mejor sitio para manifestar estos estados de ánimo que en el ajetreado ecosistema de los campus universitarios?

 

Las universidades aparecen en Europa a principios del segundo milenio. En Bolonia surge la primera que podríamos considerar como tal en el año 1089, ofreciendo a sus medievales y acaudalados alumnos (que no alumnas) conocimientos de Derecho, en primer lugar, y Teología, Medicina, etc., después. En España, al igual que nos ocurre con la moda y las tendencias musicales, tardamos unos cuantos años en enterarnos de estas nuevas herramientas de difusión del conocimiento. La primera surge en Palencia en el 1208, y esta acabaría conformando la Universidad de Valladolid. La famosa Universidad de Salamanca data de diez años después, en 1218, aunque ya había germinado desde el año 1130 a partir de unas Escuelas de la Catedral. Pero estos argumentos sirven poco más que para que palentinos y charros saquen pecho y se discutan su transcendencia durante alguna fiesta patronal o en bodas y comuniones. A partir de este momento, las universidades se expanden por todo el mundo conocido y llegan a América introducidas tras la conquista española.

En el municipio de Macuspana (en el estado mexicano de Tabasco) se encuentran manuscritos que datan de principios del siglo XVII en los que se describe así a los estudiantes universitarios: “…La gran mayoría de ellos han caído en hábitos de una vida disoluta y viciosa, aunque unos cuantos, después de varios años de sufrimiento y sacrificios, han obtenido posiciones respetables. (…) Los estudiantes toman cerveza en grandes cantidades, debido a que esta bebida es barata y accesible, y cada uno lleva su propia espada a sus clases. Se organizan en pandillas y, en estado de ebriedad, entran en las iglesias, ahogan con sus gritos la voz del sacerdote y agarran a las mujeres presentes para bailar con ellas…». Está claro que lo de cualquier tiempo pasado fue mejor y que las fiestas universitarias son cosas de la juventud moderna es un mito. Porque siendo claros, la vida estudiantil universitaria siempre ha ido ligada a la diversión extramuros. Véanse tradiciones tan interesantes como la celebración del Lunes de Aguas en Salamanca (que era la alegría desatada entre los estudiantes por el regreso a la ciudad de las prostitutas, a través del río Tormes, tras su exilio durante la cuaresma) o las asociaciones como la tuna, una especie de cuñao’ de la picaresca, pero que se ha mantenido hasta nuestros días con más o menos glamour, incluso protagonizando bochornosos a la par de entrañables peliculones patrios como Tuno negro, donde lo más destacable es que Jorge Sanz (¡atención, spoiler!) muere, lo que puede verse como una sentida metáfora del cine español.

¿Es entonces todo alegría y diversión durante nuestra etapa universitaria? Según la filmografía estadounidense son fiestas continuas donde abundan el alcohol, las chicas fáciles, tipos musculosos del equipo de fútbol americano, nerds (nosotros) y aprobados sin casi estudiar a final de cada curso. Claro que según el cine americano en España vestimos con ponchos y tenemos un marcado acento mexicano. El primer contacto suele ser bastante dramático, una especie de segundo parto hacia un terreno desconocido de novatadas y forzosos comportamientos vergonzosos. Si nos inscribimos en una , hay que tener claro que, muy probablemente, tengamos que pasar por ese incómodo rito social y notablemente paleto. Si mantenemos la mente despejada podremos llegar a la conclusión de que sólo hay dos formas de superar ese momento: con actitud pragmática y sin dramatismos, aceptando las bromas y tratando de divertirte lo máximo posible o la segunda opción, la que no debes tomar. Eso sí, estas actividades siempre han de ser respetuosas con los novatos y con el fin de ayudarles a integrarse, rechazando todo tipo de comportamientos humillantes y agresivos por parte de los veteranos (gracias a los cuales los medios de comunicación rellenan sus informativos durante todos los meses de octubre). No todo son desventajas, ya que en estas residencias es fácil encontrar un buen grupo de amigos con los que compartir aficiones y estudios.

Claro que también está la opción de compartir un piso. La libertad, la anarquía contra los horarios establecidos, la mugre en el suelo de la casa una vez que se empiezan a espaciar los horarios de limpieza… Lo único que se vuelve indispensable, siempre que no quieras sufrir un susto en forma de infarto por alimentarte solo de crispis y pizzas congeladas, es mantener activa la entrada y salida de los tupper con comida que te envía tu madre. Un punto clave al tomar la decisión de vivir en un piso compartido es con quién lo compartes. Esa es la base sobre la que tu año académico será una gran experiencia o el infierno en forma de un tipo que se pasea en calzoncillos por casa y que se alimenta a base de la comida que tú compras, o una chica que acostumbra a hablar a voces a altas horas de la noche por Skype con Pietro, el chico italiano que conoció de Erasmus y que le ayudó a superar la pena que sentía al estar tan lejos de su novio de Elche.

Al llegar los exámenes finales es posible que te des cuenta con un bofetón de realidad que, estudiando igual que en el instituto, quizá apruebes solo las asignaturas presenciales o superes los créditos por apuntarte a deportes y cursos de cata de vinos (los hay, yo los hice). Si esto ocurre, puedes estudiar más o cogerte menos asignaturas “para dedicarles más tiempo”. Ya, claro. Una vez avance la carrera y la emoción de los primeros momentos se haya ido diluyendo, te encontrarás con una situación de equilibrio mental máximo: no vas a curso por año pero apruebas lo suficiente para mantener contenta a la familia, te conviertes en un científico culinario con recetas propias mezclando lo que encuentras por el frigorífico y detrás de los sofás, tu tolerancia al alcohol hace que los botellones en tu piso (ir a los bares es cosa de novatos) se conviertan en un foro de auténticos expertos en La Vida, pasando en un segundo de hablar de la crisis sociopolítica en la República Centroafricana a argumentar con datos un ranking de parafilias sexuales grotescas sin que a nadie le resulte extraño. Además, adquieres inmunidad a la vergüenza ajena y no te importa ir al supermercado (o a un examen) sin afeitarte en dos meses, con la ropa de estar por casa y con la bici que le compraste a un colega y a la que colocaste una tapa de Cola Cao ahí donde falta un pedal.

Uno de los grandes momentos estudiantiles es la opción Erasmus. Pensar en la buena vida del estudiante debería reducirse a este punto. Un año en un país extranjero, aprobar fácilmente exámenes que te permiten recuperar créditos que creíste imposibles, turismo mochilero y la oportunidad de averiguar si es cierto que así pilla cacho hasta el monstruo de los Goonies (y si por lo que sea no consigues este propósito da igual, porque en tu pueblo contarás las aventuras de tus amigos como si fuesen tuyas). Ah, y seguramente aprendas algo e incrementes tu nivel de idiomas, que eso tampoco está nada mal, oye. También está la Séneca, destinada a los más inseguros o los que hablan solo español y gallego o catalán cuando han bebido un poco y euskera cuando han bebido mucho.

Resumiendo, la vida estudiantil es un compendio de diversión, decepciones, trabajo e independencia paternal. Diría que sí, que es una gran etapa, pero eso depende de cada uno. Claro que a mí por el simple hecho de no tener a mi madre obligándome a hacer la cama cada día ya creo que merece la pena. Y tiene la ventaja de que puedes alargarla casi cuanto quieras porque, si no estudias, ¿qué piensas hacer? ¿Encontrar trabajo? Encontrar trabajo, sí, entiendo. Y después convertirte en Jedi.

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