Despropósitos de Año Nuevo

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Día 1 de enero del año en curso. Trato de despegar los párpados de las córneas, fundidas todo en uno por el mejunje que conforma la atmósfera de mi desvencijada leonera, compuesta por un cóctel agitado y no mezclado de gin tonic, efluvios y vapores alcohólicos de procedencia indeterminada, cierto olor a sudor, peste hedionda a pies sin lavar, un toque ligero de polvo no sacudido y a baba pegajosa en rostro y almohada. Abandonado como un perro por el amor y la salud, castigado por excesos que no llevaron a ningún lado, acudo presto al váter a ahogar una náusea que amenazaba con transmutarse en vómito. Dejo correr el hilillo de lágrimas, bilis y saliva que pende desafiante ante mis ojos. Me incorporo, resoplo y trato de componer el gesto para entrar en el salón y guardar toda la compostura y dignidad que me sea posible de cara a mi familia sanguínea y política, congregada alrededor de la mesa con motivo de la comida de Año Nuevo.

Con una sonrisa más lamentable que complaciente, suelto un “hola” trémulo que se diluye entre mi voz pastosa y la sorpresa que me produce encontrar la estancia vacía, con el mobiliario recogido, los manteles doblados en una esquina y una sospechosa oscuridad entrando desde las ventanas que dan a la avenida. Con el paso tambaleante, aferrado a la rugosidad del gotelé de las paredes del pasillo, regreso a la cálida fetidez de mi cuarto y trato de encontrar el reloj de pulsera, digital y con calculadora. Doy la vuelta a los pantalones del traje, caigo en la cuenta de que no son los pantalones, sino la americana y vuelvo a dar la vuelta a las mangas de la americana. Inspecciono a tientas el escritorio y encuentro de manera sucesiva un matasuegras, las llaves de un coche que no es el mío –de hecho, ni siquiera tengo coche-, dos condones sin usar, un condón a medio abrir, un bono descuento para un curso de tripulante de cabina de pasajeros o TCP y, al fin, un reloj de pulsera, digital pero con lo que sospecho es un control remoto para televisión. Enciendo la luz de la mesilla y, tras recuperarme de la ceguera provocada por la maligna intensidad de su bombilla fluorescente, compruebo los números del reloj, que me indican que…

Día 2 de enero del año en curso. Vuelvo a dejar el reloj donde lo he encontrado, aunque no consigo desactivar la alarma que ha saltado sin previo aviso. Habida cuenta de que ya me encuentro desvelado, podría alcanzar el 3 en cualquier categoría de la escala de Glasgow e incluso atisbo tibias muestras de lucidez procedentes de mi cerebro –quizás lo esté confundiendo con los reflujos que suben desde mi estómago-, me incorporo decidido a ponerme el mundo por montera y, esta vez sí, acometer con bríos y valentía los planes diseñados para empezar el año entrante con excelente disposición y la mejor de las actitudes.

Me calzo el chándal de marca alemana e inspiración vintage soviética, cojo la cartera y las llaves y bajo a la calle con ánimo decidido y espíritu optimista, ilusionado por llegar a la tienda de Iván, alias el Gordo, y comprar las botas de fútbol, de colores brillantes y acharolados, que me permitan reintegrarme con solvencia en la disciplina deportiva del equipo de los colegas, abandonado tanto tiempo atrás a causa de las desavenencias con la dirección deportiva de la entidad, que se negaba a hacer uso de mis servicios en todos aquellos partidos que se disputasen contra conjuntos de mitad de la tabla para arriba. Cuando llego a la puerta, ya con los sesenta euros en mano, descubro que está cerrada. Y con razón, porque son las dos de la mañana. Avergonzado, regreso a casa con el rabo entre las piernas aunque con el ligero alivio de poder prescindir de las carreras por banda y, en cambio, disponer de nuevo de mis sesenta euros limpitos y relucientes. Llego, doy la vuelta a las sábanas y recupero la horizontalidad perdida.

Despierto con energías renovadas y salgo al pasillo entre silbidos alborozados. Prendo camiseta nueva, pantalones elegantes y chaqueta sport y me regalo una ducha caliente como si no hubiera mañana. Me acuerdo que la subida en el precio del agua entraba en vigor ayer y cierro el grifo con desesperación y sentimiento de culpa. Me visto y retomo el silbido donde lo había dejado. Llego a la cocina y madre me ofrece un plato de huevos fritos, cosa rara siendo la hora de comer. Me insiste que no, que es la cena. Le insisto que no, que me parece raro tener huevos fritos para comer. Ella señala el reloj de la pared y yo asumo pudorosamente mi derrota. Desconecto el alborozo de los silbidos, me siento resignado y degusto los huevos fritos rebañando el plato con pan. Me desprendo de la chaqueta sport, los pantalones elegantes y la camiseta nueva y retorno a la calidez de mi cuarto. Suspiro y me arropo con moderada desazón.

Día 3 de enero del año en curso. Me despierto con los alegres trinos invernales del reloj despertador de la mesilla. Compruebo la hora y, por fin, encuentro mi vida alineada con el común de los mortales, al menos en lo que a horario se refiere. Me visto y aseo con premura y rebusco entre el escritorio, apartando a un lado un matasuegras, unas llaves de un coche que no es mío y un bono descuento para  una clínica de implantes dentales en Madrid -del que además cuelga adosado, aunque separado por una línea de puntos recortable, una oferta de dos por uno en implantes mamarios de un centro de cirugía estética en Madrid-. Finalmente encuentro el bloc de notas en el que había escrito con buena fe los propósitos a realizar durante este año entrante. Paso una, dos, tres, cuatro y cinco páginas garabateadas y a medio arrancar. En la sexta página ya aparecen dos columnas en las que todavía permanecen inteligibles los rótulos: PROPÓSITO y FECHA DE VENCIMIENTO. En el resto del papel, las palabras que otrora hubiera se hallan ahora sepultadas bajo un aluvión de penes erectos grotescamente dibujados.

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